Queridas almas:
Entre los cambios que trae consigo la primavera algunos son sutiles y delicados, otros son más burdos y ligados al mundo material. En mi vida física, entre estos últimos se encuentra la siega del césped, que para mí se inicia con el final de las fuertes heladas del invierno.
Si cultiváis una huerta o cuidáis un jardín que solo se trabaja al llegar la primavera o, por alguna otra razón, utilizáis herramientas que quedan en desuso durante un largo periodo, sabéis qué sucede cuando se quiere ponerlas en marcha: No funcionan. El motocultor no arranca, la bomba del pozo no extrae agua, los tubos de riego se han obturado… o la segadora se niega a segar. Esto es lo que hizo, mejor «no hizo», mi segadora cuando pretendí cortar el césped por primera vez este año.
Bien, con respecto a la segadora, el siguiente paso, tras comprobar que estuviera correctamente enchufada y que al enchufe le llegara electricidad, era darle la vuelta y ver si algo impedía mover las cuchillas. Efectivamente, la parte baja estaba completamente atascada de hierba, tan seca tras varios meses acumulada, que se había endurecido como si fuera barro. Me dispuse a limpiarla.
Mientras desprendía los terrones de hierba pensaba en quién habría sido la descuidada persona que había dejado la segadora en tal estado. Mis pensamientos no eran precisamente halagadores. De pronto se me ocurrió si esa persona habría sido yo misma. Por un momento la perspectiva cambió. Era comprensible que la segadora estuviera así; cualquier día, al final del verano, haces un descanso en medio de la corta y ese descanso se convierte en definitivo: el término de la siega. No se te había ocurrido, pero ya no vuelves a segar.
Este punto de vista me tranquilizó bastante e hizo más amable la labor de limpieza. En ese estado pude reflexionar que quizá estaba viendo en otra persona un error que debía corregir en mí misma. Quizá había achacado a otro la falta de preocupación por la herramienta porque yo misma debía poner más esmero en su mantenimiento. Fue liberador contemplar la situación con ecuanimidad y ser capaz de reconocer mi propio fallo.
Después, recordando cómo se había desarrollado la siega el verano anterior, me di cuenta de que yo no pude ser la última persona en usar la segadora. Pero bueno, a esas alturas me sentía en paz conmigo misma y ya no me importó que la descuidada fuera otra persona. No solo eso, pensé que, aunque no hubiera sido yo, esto me había servido para darme cuenta de lo importante que es dejar las herramientas limpias y preparadas al final de la tarea.
El siguiente pensamiento que vino a mí fue tomó forma de decisión: cuidar las herramientas. Lo que me llevó a la idea de poner el máximo cuidado en todo, en cualquier labor. Y también a la idea de hasta qué punto somos espejos que vemos reflejadas en los demás las características que debemos transformar en nosotros mismos.
El pensamiento que siguió fue que carecía de importancia quién hubiera hecho qué, lo único que importaba era poner en funcionamiento la segadora. Inmediatamente sentí que me aligeraba de un peso. Recogía mi energía, que había estado vagando con la mente de aquí para allá, y la centraba en aquello que la requería, en aquel momento, en aquella tarea.
Una vez que la energía se enfocó en lo que tenía frente a mí, en lo que debía hacer, limpiar la segadora se transformó en un placer.
Desde el alma, siempre en el presente,
Indrani