Cartas de Indrani

Queridas almas:

En el rompeolas, el extremo rocoso de la playa de Riazor, en La Coruña, una tarde serena de septiembre. Las olas rompen y espumean contra el roquedal. Más allá del roquedo, la masa del mar en calma. La mirada se va al horizonte, a la línea infinita del mar. Pero poco antes de llegar a esa línea, una formación rocosa la captura. De la superficie plana surge una lengua de espuma que cabalga sobre el promontorio, se retira y tiende de nuevo sobre las rocas su denso encaje blanco.

La mente se aquieta por completo observando este cuerpo de espuma brincar y disolverse; contemplando la blancura que retorna eternamente y la línea inmóvil, perpetua, del horizonte. La quietud de la mente gana el corazón, los sentidos, todo el ser, que se absorbe en el mar.

Un querido amigo nos recordaba hace unos días la recomendación de Paramhansa Yogananda: «Siempre que veas una extensión de agua, medita». Al alma le resulta fácil aflorar en ese estado de contemplación. El alma ama la extensión del mar, la quietud del horizonte ilimitado, el espumear eterno.

Ayer caminaba por un paisaje muy distinto: la ribera todavía agostada del río Torío. Pero pensaba en el mar desde el rompeolas. Lo recreé y el pensamiento lo trajo tan patente a mí, que me encontré de nuevo en él. Continué ahondando en su visión hasta que la espuma derramándose sobre la roca pasó a hacerlo dentro de mí; se deslizaba purísima, primero sobre la roca, después por mi columna vertebral. De sentirla como la ola y la espuma que se formaban y se deshacían, pasó a transmutarse en solo un sentimiento. Después, perdiendo toda relación con el mundo tangible, en una expresión de la divinidad. La divinidad tomaba el lugar de la imagen y ocupaba la columna. La blancura viva, purísima, se transformó en una expresión de la viva, purísima Conciencia. Caminaba sintiéndola dentro de mí, ella era mi propio ser.

Fue un precioso regalo que me llevó al pensamiento, o al sentimiento quizá, de que esa es la forma en que el alma anhela pasar cada instante de nuestra vida. Al pensamiento de que ese precioso regalo debe transformarse en un regalo permanente. Cada uno de nosotros debe convertir la presencia de la divinidad en un regalo permanente, cultivándola.

En ese punto de la caminata la reflexión llegó a cuál es nuestra parte, qué podemos hacer para atraer esa expresión del alma a nosotros, para «provocar» que nos inunde la divinidad; pues para que venga al interior es necesaria una labor personal. Y ayer la reflexión me llevó al autocontrol; este regalo era una recompensa por el autocontrol que intento practicar cada día más conscientemente.

La divinidad se acercará a nosotros, en gran medida, gracias a esa práctica: al dominio de nuestros mecanismos de reacción ante las circunstancias externas. Adquiriendo la capacidad de situarnos por encima de las circunstancias cambiantes y de la agitación que se desencadena frente a ellas, ganamos la quietud y la inmovilidad con las que el alma se identifica en el mar. Trascendiendo lo pasajero, nos abrimos a la manifestación de lo perpetuo, eterno.

Desde el alma, eterna,

Indrani

«Cartas desde el camino. Pasos de una discípula de Yogananda» de Indrani Cerdeira