Queridas almas:

En la adolescencia, y quizá también durante la primera juventud, creía que el valor de las personas se medía por sus logros —exteriores, desde luego, aunque en aquel momento no lo veía así—. Por ejemplo, el valor de un joven estudiante estaba en proporción a la brillantez de sus estudios, y a una persona adulta se la calificaba por su trabajo, en especial por la «cualificación» de su trabajo. En general, suponía que a la gente se la valoraba por su inteligencia y, en consecuencia, por la «calidad» de sus obras.

Cuando comencé a dar clase en la enseñanza secundaria, y cambié de lugar en el aula, hice un descubrimiento. Me di cuenta de que yo no valoraba a mis alumnos por sus calificaciones. Ni siquiera los valoraba por su buen comportamiento, entendiéndolo como la capacidad para permanecer quietos y callados mientras yo hablaba. Me di cuenta de que valoraba en ellos la nobleza, la sinceridad, la simpatía… Sus notas eran algo totalmente secundario, más bien algo sin ninguna importancia.

De aquella época, y a este respecto, recuerdo el comentario de una colega. Comentó que los alumnos más aplicados raramente volvían por el instituto una vez finalizados los estudios; mientras que los «malos» estudiantes, los «revoltosos», iban encantados a saludar a sus antiguos profesores y a recordar los buenos tiempos pasados juntos.

Más tarde pasé a dar clase a personas adultas. De nuevo a quienes sentía más cercanas no eran, necesariamente, quienes lo hacían mejor, sino tantas personas amables, cariñosas, valientes… a las que tuve, y tengo, el honor de enseñar yoga. Cómo adoptaran las posturas de yoga era, y continúa siendo, irrelevante.

Así que, con el tiempo, he ido comprendiendo, cada vez más, que aquello que cuenta en una persona tiene poca o ninguna relación con la agudeza mental, las destrezas y las habilidades. El valor de una persona radica en las cualidades que yo vi en mis estudiantes adolescentes y en mis estudiantes adultos: la sinceridad, la nobleza, la bondad.

Quizá estas no sean cualidades tan ostentosas como las que, en la adolescencia, suponía que nos daban peso. Y quizá no estén tan bien reconocidas como aquellas. Pero, ¿significa algo el reconocimiento? Paramhansa Yogananda decía que ni las alabanzas lo hacían mejor ni las críticas peor. El mérito de cada uno de nosotros reside únicamente en nuestra capacidad para expresar las cualidades del alma: la paz, la luz, el amor... Estas cualidades se encuentran —más o menos ocultas— en todos nosotros y nuestro cometido en la vida es caminar hacia ellas hasta alcanzar su perfección.

El mérito de una persona se mide por sus logros, pero no por sus logros exteriores, sino por su determinación a manifestar los valores del alma.

Desde el valor del alma,

Indrani

«CARTAS DESDE EL CAMINO. PASOS DE UNA DISCÍPULA DE YOGANANDA»