Cartas de Indrani

Queridas almas:

Hay un charco helado, muchos charcos helados serpenteando el camino. Un niño pequeño —tendrá unos dos años—, acompañado de su padre y su hermano algo mayor camina delante de mí, parece cansado; a sus cortas piernas les supone un esfuerzo seguir el paso de su hermano. Llega al charco. Y, ¡claro!, ¡sus fuerzas renacen!, levanta los pies para darse impulso y pisotea el charco con entusiasmo rompiendo el hielo en grandes trozos.

Quizá no haya una imagen más gráfica del invierno que los charcos helados a lo largo del camino. El hielo no se deshizo ni siquiera a mediodía y la escarcha congela las plantas de la cuneta. El frío se refleja en los trozos de hielo que flotan ahora en el charco.

Sin embargo, levantando la vista del camino y la cuneta, el verde cubre los campos, los trigales crecen, los colores rojizos y morados tiñen el matorral… la fuerza vital corre por las ramas y las hojas. Junto al hielo, el verdor y la vida.

El invierno parece estar en sintonía con las dificultades y los retos. Aunque nos cueste aceptarlos, sabemos que unas y otros serpentean nuestro camino para enseñarnos —parafraseando a un querido amigo, son nuestros maestros—, nos son «enviados». Sí, somos capaces de aceptar que se nos envían en nuestra ayuda. Pero cada vez más me pregunto hasta qué punto no los convocamos nosotros mismos. Cuando estamos dispuestos a perfeccionarnos, ¿no los llamamos, aunque podamos no ser conscientes de ello? Cuando en nuestro interior surge el anhelo de superación, ¿no los atraeremos magnéticamente?

Podrá parecernos imposible que nosotros mismos hayamos «pedido» los escollos. Cuando surgen en el camino nos desalientan; sentimos, como el niño, que nuestras pequeñas piernas no pueden dar los grandes pasos que exigen. Pero quizá sea así, quizá los pidamos, porque al superarlos, ¿no sentimos libertad? Y, a medida que vamos dejando atrás escollo tras escollo, la libertad aumenta, se intensifica, se expande.

Sigo caminando. Una variedad de vocecitas llaman desde las ramas en los árboles y arbustos que dibujan el camino. Los carboneros, los pinzones, los petirrojos cantan, saltan, revolotean del abedul al sauce, del sauce al chopo, del chopo al bonetero… La fuerza vital pulsa en la ribera.

Esta mañana, Nahia, que tiene cuatro años, me decía que el verano es invisible. Sí, ahora, en pleno invierno, no vemos el verano; pero, como Nahia sugiere, se debe solo a que se ha hecho invisible. Ser invisible quiere decir que está presente, aunque no pueda verse.

También en los momentos de mayor crudeza la fuerza vital, la belleza, la alegría, aunque puedan ser invisibles, están presentes. No han desaparecido, solo se ocultan a nuestra vista. Si observamos con atención, si escuchamos con atención, podemos sentirlas, como se manifiestan en un día del más crudo invierno en el verdor de los campos, los tonos rojizos de las ramas nuevas, las vocecitas armoniosas de los pequeños pájaros… Los días de plenitud, aunque puedan esconderse en algún momento, no desaparecen. Y desbordarán cuando comencemos a dejar la crudeza atrás.

Desde el verano siempre visible del alma,

Indrani

«CARTAS DESDE EL CAMINO. PASOS DE UNA DISCÍPULA DE YOGANANDA»